Cuando el mundo se abrió de nuevo, todo había cambiado.
Regresé a la granja en busca de inspiración y tranquilidad. Entre mis pertenencias encontré una vieja linterna de caza que utilizaba cuando era joven. La noche se convirtió en un escenario. Hice largos paseos por los campos, por los matorrales y las llanuras, perdiéndome en la oscuridad. Ya no era el cazador sino la presa, vulnerable y desprotegida.
La noche me exigía algo, un sacrificio. Sólo tenía que materializar mis sentidos. Me dejé llevar por las penumbras mientras buscaba casas, lagunas, vegetación, partes de animales, raíces y cuevas. Sitios que tal vez me eran familiares. Pero ya no. Las cosas aparecían sin querer, como recuerdos de mi inconsciente.
El acto fotográfico se convirtió en un ritual, un exorcismo, algo que de alguna manera daba sentido al caos.